sábado, 17 de diciembre de 2011

LA PAZ DEL VIENTO

Aquel emperador que se paseaba desnudo presumiendo de traje ante todo el pueblo, encerraba en su puño izquierdo un reloj encadenado porque olvidó pedirle bolsillos al sastre de las vanidades. Lo puso en hora esa misma mañana, poco antes de salir, algo nervioso por el pequeño despiste que seguro no menoscabaría el acontecimiento previsto. Eligió el gran péndulo de su real dormitorio como ejemplo de exactitud, el mismo que más tarde le recordaría que, muy posiblemente, estemos hechos de la simpleza de ese movimiento repetido que resigna de las posiciones previas, ajustando los éxitos y superando las derrotas con nuevos éxitos efímeros. 
Los relojes son el sinónimo perfecto mientras vivimos, alcanzan la prueba física de una ocupación que no exige presencia, delineando y borrando la misma estela. Así somos, añadidura del barro y la voluntad divina, dependientes de la lluvia y la relatividad de los charcos adonde, si lo permite la paz del viento, acudimos a contemplar el mundo que nos pertenece.




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