miércoles, 13 de abril de 2011

VIDA POSTAL

Todos deberíamos recibir una carta de vez en cuando, de esas que vienen cerradas con saliva y sentimiento. Esas cartas son un regalo del cielo, intemporales, las hojas bien dobladas y planchadas por no haberse leído nunca, hechas con el mejor papel, protegidas en la oscuridad de una enagua violácea, perfumadas con olor ajeno y deseo compartido. Esas cartas son un fin en sí mismo, cuando pasan antes por ser fin para quien las manda, fin para quien las lleva y fin para quien las recibe. Yo diría incluso que son una excepción a la comunicación, que no lo son por su necesaria soledad, porque nunca pueden ser menos que esa soledad que ya lo es todo.
Y ojalá acabaran siempre bocarriba, como los naipes, transparentes y comprometidas, hechas para toda la vida, con su carrera incansable de letra improvisadamente ágil. Nunca escondidas, ni abandonadas, ni coleccionadas como un objeto más de la revisión de los tiempos o la revisión de las almas.
Una carta de vez en cuando que nos trate como merece nuestra naturaleza mortal: con delirios de dulce eternidad.




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